jueves, 24 de marzo de 2011

DEJAR

Esa tarde yo hubiera preferido no salir de casa, no tener que dejar mis cosas ahogándose en ese sótano mugriento al que Papá me sometió a guardar mis juguetes prometiéndome que volveríamos a buscarlos. Yo en ese momento le creí, pero en el fondo, algo en su cara me decía que me estaba mintiendo, que no solo no iba a volver a ver mis juguetes, tampoco iba a volver a ver esa casa, ni a dormir en mi cuarto azul, ni a leer los libros que mamá me regalaba. Todo fue demasiado rápido. Las promesas de Papá se desvanecieron en el tiempo y lo voz de mamá se fue apagando de a poco. Esa casa nueva estaba demasiado alejada de todo. No había vecinos, ni casa en menos de 30 kilómetros a la redonda.
Ya no iría al colegio por unos cuantos meses. Julio y Marcos se hubieras puestos felices de saberse dueños de ese milagro, sin embargo para mí, no era una noticia muy alentadora. Extrañaba la comodidad de mi cuarto de paredes azules, el colchón mullido que tampoco pudimos traer. Papá decía que era cuestión de acostumbrarse, que todo iba a estar bien y que pronto íbamos a volver a casa. A mamá los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que Papá decía eso, como si supiera que no volveríamos nunca.
La noche en que Papá decidió que había llegado el momento,  me quedé pensando que en algún momento iba a ser grande y me iban a tener que dar las explicaciones como a un adulto.