Tal vez no ha pasado mucho tiempo desde que lo he dejado de ver, pero lo suficiente como para que su ausencia me obligue a escribir estas líneas.
Lo que importa en todo caso, es todo lo que él significaba para mí. Y eso, ya era decir mucho.
Durante las últimas vacaciones que pasamos juntos me confesó que me amaba y que no imaginaba un instante de su vida sin mí. Fue raro lo que sentí en algún lugar de mi cuerpo, ni siquiera podía advertir donde, solo que lo sentía. Y eso me hacía arder la conciencia.
Ernesto era un hombre hecho y derecho. Tenía todo lo que un hombre podía llegar a ambicionar jamás. Trabajo, esposa, hijos. Absolutamente todo. Y también me tenía a mi. Yo venía a ocupar el lugar de amante. No era el lugar que ambicionaba pero no me quedaba opción.
Cada vez que él deseaba verme solo bastaba con hacérmelo saber. Y yo, como si fuera su lacayo estaba presto a servirle. Pero no lo hacía por nada, eso estaba claro. Pero él no lo pudo ver. Y si lo vio, poco caso le hizo.
Ernesto tenía todo lo que yo siempre deseé tener. Y a decir verdad, lo envidiaba completamente. Absolutamente todo, hasta su genio. Él era poeta. Yo también, o al menos siempre he querido serlo, pero no he sido tan afortunado como él, que podía darse el lujo de vivir de su arte tan tranquilamente que le bastaba con escribir. Y eso no era algo que le demandaba mucho tiempo. Por el contrario. Escribía con la facilidad de una mujer para caminar o hablar. Y eso también le envidiaba. Pero yo también era actor, claro que tampoco había corrido con suerte en esto del arte dramático, por decirlo de alguna manera, apenas había llegado a participar de un grupo de teatro independiente del que tempranamente me terminaron echando. Pero no había perdido el oficio. Era muy buen actor y sabía mentir muy bien, que en definitiva resultaban ser la misma cosa. O al menos, servían para un mismo fin.
Cada vez que me dirigía a él lo hacía con una envidia disfrazada de admiración, que él, por supuesto y gracias a mis dotes para la actuación, creía. Lejos estaba de ser un hombre ejemplar, aunque reunía con las condiciones para serlo. Y eso es lo que mas le envidiaba. Su tenacidad en hacer las cosas difíciles cuando las tienes todas fáciles. ¿Qué más daba? Su vida hubiera resultado aburrida o muy poco interesante.
Nos conocimos en una fiesta cuya eventualidad era la presentación de su ultimo libro de poesías titulado “Las bocas de las ballenas hambrientas”. Era un libro interesantísimo sobre unos poemas que hablaban de la vida en el mar. Recuerdo que cuando abrí por primera vez ese libro leí el poema numero veinte: “SIRENA” Era realmente conmovedor. Me había quedado embobecido.
Esa noche en esa presentación, Ernesto estaba acompañado de su mujer y de uno de sus hijos de siete años. Amanda fue quien nos presentó. Ernesto, le dijo, él es un joven admirador suyo y me señaló a mí tomándome por los hombros obligándome a darle un beso al que por supuesto no se resistió. A partir de ese momento sus ojos se posaron sobre los míos y en lo que duró esa presentación no volvió a quitármelos de encima. Yo sentía que su mirada me penetraba de una manera muy sinuosa, casi incómoda. Esa noche comprendí que en esa mirada estaba mi mas soñado futuro y que no podía esquivarlo. Que de ser así, significaría la muerte y el fracaso. El poco tiempo que me llevó entender esto me bastó para no distraerme un solo instante. Me aferré a su mirada tan fuerte como para no caer. Mis párpados no volvieron a cerrarse hasta la noche siguiente que me abrazó la oscuridad.