domingo, 14 de febrero de 2010

OLAS QUE VIENEN Y VAN


Es agosto (por más que el calendario diga otra cosa) y en el lugar donde estoy hay mar. Un mar sereno que si no fuese por el ruido de sus olas no me hubiera percatado de ellas. Son olas débiles, casi invisibles, que rebotan sin ganas sobre unas rocas grandísimas que parece contener el agua para que no se escape. Y las olas parecen vencidas, como si ya no tuvieran la elección de fugarse. Sin embargo parecen olas felices, resignadas sí, pero no a morir, sino a vivir la elección de una rutina.

El ir y venir.




¿NO ES ACASO ESO LA VIDA?

martes, 2 de febrero de 2010

SIN TIEMPO PARA MUERTOS


Cuando Ernesto llegó Alicia ya estaba muerta. Su cuerpo estaba tirado en el piso de la cocina sobre un charco de sangre muy roja. Ernesto primero se quedó paralizado, pero fue solo un par de segundos, los que tardó en que viniera el llanto. Sus gritos no lograron despertarla. Alicia estaba demasiado muerta, probablemente hace varias horas. Sin embargo, a simple vista no presentaba ningún signo de violencia. Salvo un golpe en la cabeza. Ernesto decidió no llamar a nadie. Se dirigió a la habitación, buscó un par de frasadas viejas y se dedicó casi toda la tarde a envolverla. El cuerpo estaba demasiado duro. A Ernesto le costó demasiado sudor en la frente poder envolverla en la frasada y más sudor le costó subirla al baúl del auto. Cuando finalmente lo logró eran las ocho de la noche. Cerró la casa con llave, puso en marcha el auto y salió.


En esas calles de tierra, el polvo parecía incrustarse en la cara. La luces fuertes y altas eran la única manera de poder ver algo. Y aún así resultaba díficil. Anduvo varios kilometros hasta que finalmente decidió parar en un lugar descampado, donde los ruidos no llegaban y la oscuridad (de no ser por las luces del auto) era nula. Ahí mismo. Bajo esa tenue luz de luna, dejó a Alicia. Ni siquiera se tomó el trabajo de enterrarla. El pastizal que había al costado de la calle angosta, era tan alto que hubiera resultado un trabajo demasiado dificultoso. Lo único que lamentó fue haber dejado las frasadas, porque tampoco estaban tan viejas.


Ernesto después de eso, se subió al auto, dio media vuelta y apretó el acelerador. Una hora de viaje le llevó llegar nuevamente hasta su casa, entrar el auto y decidirse que iba a comer.